No sé si será por herencia cristiana o por cultura democrática, pero lo mismo que quiero para mí, lo quiero para los demás. Y si un día me quedo gagá, no me valgo y no soy útil ni siquiera a mí mismo, para disfrutar una flor o una canción, quiero que me quiten de en medio. Y lo mismo pido para los otros.
Lo que no me parece justo es que los familiares de una persona en estas condiciones tengan que cargar con una vida sin sentido ni futuro, o hagan cargar a la sociedad con el coste de sostenerla ardiendo una llama que ya ni calienta ni alumbra.
La muerte, amigos, está sobrevalorada. Tenemos que exigir más esfuerzo y más gasto cuando la vida tiene algún sentido, pero aunque nos gastásemos el presupuesto entero en sanidad, nos seguiríamos muriendo igual, más marchitos, más inútiles, más tarde y más caro, pero nos seguiríamos muriendo.
Dedicar los recursos del sistema a mantener con vida a personas que seguramente no lo desean es una crueldad y una irresponsabilidad. Es necesario que, cuanto antes, se imponga el testamento vital y se aclaren las circunstancias en las que cada cual quiere dejar de ser atendido, o ayudado a morir dignamente. Es necesario que la legislación se adapte a esta nueva realidad degenerativa que nos ha traído el aumento de la esperanza de vida.
Semejante decisión no puede quedar en manos de los familiares ni puede esperar al último momento: igual que es obligatorio tener el DNI a cierta edad, tiene que ser obligatorio tomar la decisión de qué hacen con nosotros en según qué casos. Existen protocolos médicos que describen cada situación y cada cual puede y debe poner su barrera donde mejor le parezca.
Por honradez, por dignidad. Por ahorro incluso.
Personalmente, me parecería repugnante que, sin remedio ni esperanza, se gastasen en mí los cien mil euros que podrían gastase en otra persona.
¿A vosotros no?
Pues hablemos claro: ya que no vamos a vivir para siempre, más nos vale no morir demasiado tarde. A veces la solidaridad es también y sobre todo eso.